PRENSA - HARINA
Diario La Nación
Las dos caras de la moneda
por Ernesto Schoo
2/12/05

Al margen de la crítica -ya practicada aquí, oportunamente, por nuestros colegas del área-, dos espectáculos de la frondosa cartelera porteña permiten entablar un contrapunto interesante: cómo tratar un mismo tema (o muy similar) desde dos ópticas distintas y preguntarse cuáles serían las razones de esta diferencia: ¿ambientales, culturales, históricas, antropológicas, genéticas?



Porque la estructura de "Siesta" (en una sala de nombre improbable: No Avestruz) y la de "Harina" (en el Teatro del Abasto) son muy semejantes. En ambos unipersonales, una mujer todavía joven, entregada a tareas propias de su sexo (como solía decirse en tiempos patriarcales), reflexiona sobre su vida, sus amores, sus vecinos, la incesante oscilación entre el placer y la desdicha, el transcurso inexorable del tiempo, recuerdos de infancia, temores, olvidos.



"Siesta", sobre textos de la poeta brasileña Adelia Prado, es el monólogo de un ama de casa mientras se cose a máquina un vestido, el mismo que lleva puesto, lo cual complica sus movimientos. Luces, colores, accesorios, banda sonora, todo contribuye a crear la ilusión del pleno sol, el calor, la modorra de un mediodía tropical. Impregnado de una fresca, inocente sensualidad, el discurso exalta las sensaciones táctiles, las añoranzas de una carne todavía dispuesta al placer, sin rastros de culpa ni de perversión. Apenas una vaga melancolía se insinúa, al pasar, como el presagio de que también ese paraíso será perdido.



"Harina" es todo lo contrario. Aquí, en la vastedad sin límites de la llanura bonaerense, en una casa destartalada, otra mujer evoca el pasado, cuando el tren mantenía unido al pueblo con la gran ciudad lejana y con otras pequeñas comunidades, todas parecidas y todas en trance, hoy, de desaparecer. Porque el tren ya no pasa más, los yuyos invaden los rieles oxidados, la estación -antes, el centro de actividad y el referente mítico de los pobladores- es una cáscara vacía que se deshace.



Esta mujer es la panadera del pueblo. Desvelada, en la alta noche sigue ejerciendo su oficio y, mientras habla de su infancia, sus padres, sus amigos, sus maestros, da recetas para mejorar la calidad del pan, elogia los sabores de antaño. Aislada en su casa de las afueras, cerca de las vías, campechana, no para de hablar en diálogo consigo misma, como las personas solitarias cuando nadie las escucha. De vez en cuando cree oír el traqueteo del tren, su "silbido de adiós" (como dice Homero Manzi en "Barrio de tango"). Simpática, su parloteo suscita a menudo la risa. Pero la tristeza está siempre ahí, acrecentada cuando evoca los nombres pintorescos de las mínimas poblaciones que jalonaban el trayecto del ferrocarril.



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Las situaciones se parecen mucho en ambos monólogos. No podrían, sin embargo, ser más diferentes. Son dos sociedades distintas las que hablan, dos geografías diversas, dos climas opuestos. Ninguna novedad en esta comprobación. Pero pocas veces se tiene oportunidad de experimentarlo como en este caso, cuando el teatro es vehículo de una reflexión paralela a la reseña crítica. Tampoco es novedoso el cotejo de dramaturgias: era lugar común, a comienzos del siglo XX, oponer, por ejemplo, el teatro francés, supuestamente más ligero, al ruso o al alemán, considerados más densos y filosóficos, o denostar a Oscar Wilde para encumbrar a Ibsen. A fines de esa centuria, las cosas ya no eran tan claras; géneros y estilos se han mezclado; los límites entre las diversas disciplinas del espectáculo ya no son estrictos. Subsisten, sin embargo, diferencias de tono -más que de fondo-, de las que son testimonio las dos piezas comentadas en esta nota. En realidad, la protagonista brasileña y la argentina coinciden básicamente en su discurso, sólo que con colores distintos.